Íbamos hacia el este y la sombra del coche se iba alargando delante de nosotros, atardecía.
Había que llegar al macro-aeropuerto sin sentido recién inaugurado, en beneficio de las compañías aéreas y de las petroleras, y detrás de no se sabe muy bien qué oscuros intereses políticos autonómicos.
Tras un juicio de divorcio y una comida variopinta en una ciudad del interior, regresaba a mi ciudad para lo que debía coger el avión a una hora muy determinada, y el tiempo apremiaba.
Como abogado dedicado a llevar divorcios y otro tipo de disputas familiares, siempre me había interesado el escuchar la historia de cada una de las personas que me encomendaban su caso.
Pero hacía un tiempo que no escuchaba a otras dos personas hablar entre sí de cómo afrontar sus conflictos y sus retos diarios en la educación de sus hijos.
Estaba agotado físicamente, pero mucho mayor era mi agotamiento emocional y psíquico. Había dormido poco la noche anterior, y en mi actitud perezosa, la conversación fue como un aire fresco de montaña, como la leve brisa del mediterráneo, que nos acaricia cuando quiere, con su dulzor.
Dos hombres, hablando de cómo afrontar las cuestiones cotidianas del hogar y de cómo sacar adelante a sus hijos. El mayor dando consejos al más joven de cómo establecer normas, límites y cómo dar respuestas a los problemas de cada día.
Ninguno comprendía bien porqué las madres de sus hijos se empeñaban en hacerlos desaparecer de la vida de sus hijos en una lucha por la custodia sin sentido. Madres que en su día les amaron a ellos como hombres, como padres de sus hijos, y ahora pretendían hacerlos desaparecer de la vida de sus hijos.
Ambos estaban enfrascados en la lucha por el derecho de sus hijos a compartir la vida con su padre y su madre, y en vez de quedarse encasillados en el conflicto, lo que realmente les preocupaba era la felicidad de sus hijos, y se preguntaban cómo se sentirían sus hijos hogaño en que los hijos vivían en exclusiva con sus madres.
El hombre mayor se preguntaba quién se preocupaba ahora de hacer su función de padre, cuando se ponía a organizar los baños, la cena, la ropa, poner límites, abrazar, celebrar, reír, etc. Se preguntaba si sus hijos sufrían su ausencia diaria, y si alguien se había cuestionado el sufrimiento de sus hijos que, de un día a otro, perdieron el contacto con su padre, recordándome la similitud de esto con las historias que me contaba mi abuela de cuando en tiempos de la dictadura se llevaban a un padre que nunca más regresaba a casa.
El hombre y joven padre no era tan consciente como el mayor de todo esto, sino mas bien sus sentimientos eran más egoístas, ya que sufría por no poder disfrutar de bañar y vestir a su hija pequeña, de cambiarle los pañales. De achuchar a la niña de sus ojos.
Mientras caía la noche, a lo lejos, se divisaba el perfil del aeropuerto, cual monstruoso dragón que engulle a miles de pasajeros cada día, y llegaba el momento de la despedida, y los abracé con la ternura que ellos aún no eran conscientes que transmitían.
Mientras esperaba el embarque, me sentí orgulloso de ser hombre, de ser padre y de ser el abogado de estos ciudadanos que siguen luchando por ser reconocidos como padres de sus hijos, que luchan por la custodia compartida de sus hijos, aunque se separen de las madres de sus hijos.
Navidad de 2009.
Sevilla